A finales de marzo de 1937, Franco decidió centrar todo su esfuerzo ofensivo sobre Vizcaya. Esta decisión vino acompañada de innovaciones estratégicas y tácticas, renunciando a las maniobras limitadas y con pocos efectivos para organizar una verdadera y moderna máquina de guerra. Ejecutar las operaciones con rapidez y habilidad, explotando la sorpresa y sin perder la iniciativa, serían las claves del éxito nacional. Este nuevo modo de hacer la guerra que combinaba el empleo táctico de la aviación con la infantería, comenzó a ensayarse durante la campaña de Vizcaya.
Sobre el relativo oasis vizcaíno impactó de lleno el vendaval de la guerra. Sus campos y montes, y sus aldeas y ciudades, comenzarían a teñirse de sangre. Esta lucha a muerte pondrá en evidencia la honda fractura interna existente en el bando gubernamental: en Vizcaya, republicanos y nacionalistas, aliados en teoría, en la práctica demostraron que no compartían objetivos. La desconfianza mutua que entretejió esta alianza tan precaria hizo fracasar cualquier intento seriamente planteado de resistencia. Y es que el Euzko Gudarostea, el Ejército Vasco, se formó según filiaciones políticas y no pudo tener un carácter nacional, y esa fue una de las causas de su debilidad frente a un enemigo mejor organizado y cohesionado.